7 A Corella sólo le preocupa la teoría del Arte hasta un segundo antes de entrar en su estudio. Sabe bien que ni poniendo miles de pixeles detrás de un objetivo Leika, ni manejando todos los photoshop del mundo podríamos igualar una epidermis de carne, plástico o ladrillo urbano pintada o dibujada por el hombre que conoce el oficio hasta emanciparse en la interpretación. Y no porque los artilugios y programas de software fotográficos no sean muy capaces de reflejar micro-milimétricamente lo que nosotros le mandamos ver y copiar, sino porque ni se equivocan en la dualidad del negativo, ni interpretan el acto de mirar, ni fuerzan más allá del instante, ni improvisan pensamientos superpuestos, ni siquiera mienten a la retina de las perspectivas, únicamente: retratan tal cual y para todos. Corella hace todo eso de la creatividad contra la representatividad porque pone el alma del buen salvaje contemporáneo, y las neuronas de un Durero coloreado por Gauguin, sobre el lienzo o el papel que no pudo concluir Hopper, llevándonos allá donde nunca lograrán los artilugios ni la artificialidad científica. Y asume su condición de pintor insobornable que le impulsa a reflejar la realidad, su realidad, hasta sacar lo más profundo del modelo, sea un viejo entorno urbano, una nadadora adolescente, o una mano vivida desde lo cotidiano. Cualquier fotografía, por muy preparada que sea, procede de uno, cien o mil disparos, pero un dibujo o una tela de este autor obsesionado por precisa manera de contar las cosas, deviene de muchas, muchísimas horas de meditar el motivo, reflexionar durante la facturación y de correcciones, apenas perceptibles, que lo convierten en un manierista de sí mismo en busca de la perfección poética en la fábrica de cada una de sus obras donde el detalle es la prosa, tanto da que sea detrito consumista, paisaje urbano de tejas y subdesarrollo, mediterranía; como y también la recuperación del objeto perdido por los dadás y devuelto al cuadro
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