y grabados allá donde miraras; el almacén de maderas de Gerardo Rueda; la cochera de Castrortega, o los restos de unas casuchas en las que se había instalado Jesús Alonso al final del Corral de Guevara, con un patio en el que reinaba una cabra de la que no podía apartar mis ojos asombrados. Al rememorar todas estas aventuras a las que mi padre me hacía acompañarle, pienso ahora que me estaba enseñando a aprender a mirar, o bien puede que tan solo quisiera mi compañía. Cualquiera que fuera el motivo, solo puedo recibirlo como una inmensa muestra de amor. Han pasado veinte años desde el fallecimiento de mi padre, después de treinta años al frente de la galería. Debido a su larga trayectoria, en esta exposición no pueden estar representados todos los que por Varron pasaron. Todos ellos fueron, sin embargo, imprescindibles para que la galería alcanzara a ser lo que acabó siendo. Por ello, esta exposición habrá de ser entendida como una muestra de gratitud hacia todos ellos; hacia los osados clientes y amigos, y, por supuesto, hacia mi madre, su mujer e infatigable compañera de fatigas, sin cuya energía y apoyo el camino hubiera sido indudablemente mucho más arduo y menos placentero. Las obras seleccionadas para este homenaje pretenden reflejar el incesante esfuerzo de mi padre por renovar su mirada y atrapar ese arte que nunca se está quieto. SANTIAGO MARTÍN DOMÍNGUEZ
RkJQdWJsaXNoZXIy NTYwMjU1